Apunte de una historia

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Un negro anciano, con la piel muy oscura, bruñida de sudor bajo el sol, con traje, con zapatos grandes, con una corbata de nudo enorme, con los picos de la camisa levantados, está sentado en uno de esos bancos que hay en la mediana ajardinada de Broadway, en los que suelen sentarse indigentes o gente rara y solitaria. El hombre tiene los codos en las rodillas y la mirada perdida en la corriente de tráfico que va hacia el sur. Me ha llamado la atención que vista tan bien y que parezca tan perdido, tan ajeno al lugar en el que se encuentra. Cerca de mí una mujer mucho más joven lo ve y cruza hacia él sin esperar a que el semáforo cambie. En este barrio se destaca en seguida el que viste con esmero. La mujer lleva traje de chaqueta y tacones. Veo que se acerca al hombre y se inclina sobre él, haciendo gestos de alarma. Cruzo y procuro enterarme de lo que dice. El hombre la mira, con la mandíbula inferior descolgada, como sin reconocerla o sin entender lo que dice. La corbata con el nudo mal hecho le cuelga del cuello muy flaco. “Pero qué susto nos has dado, papá, dónde piensas que ibas”. El hombre mira hacia arriba, entre extrañado y asustado, con cara de estupor, el labio inferior húmedo de saliva. La hija le limpia expeditivamente la boca con un pañuelo de papel, lo toma de la mano y él se levanta muy dócil, y cruza con ella a la acera, arrastrando los pies, las suelas gruesas de los zapatos de charol de dos colores.